Luego de siete meses de intervenciones compradoras, el Banco Central revirtió su postura en marzo, vendiendo US$ 1.360 millones en el mercado cambiario. A esta dinámica se sumaron otros US$ 453 millones vendidos en los primeros días de abril, marcando un punto de inflexión relevante en la estrategia oficial. La presión sobre el mercado de cambios coincidió con un contexto internacional adverso, caracterizado por tensiones geopolíticas y crecientes incertidumbres sobre el futuro del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). La intervención cambiaria intensificada se tradujo en una caída de US$ 3.500 millones en las reservas internacionales brutas durante marzo y la primera quincena de abril. Aunque desde diciembre las compras netas de divisas totalizan casi US$ 23 mil millones, las reservas brutas apenas se incrementaron en US$ 3.777 millones, evidenciando el alto costo de sostener un tipo de cambio oficial apreciado en un contexto de menor ingreso de divisas comerciales. Al 11 de abril, el stock de reservas netas se ubicaba en -US$ 7.270 millones. Si además se excluyen los pasivos por Bopreales y los depósitos del Tesoro, el saldo neto se profundiza a -US$ 11.995 millones, un nivel inferior incluso al heredado por la gestión actual. Este retroceso ocurre en paralelo a un perfil de vencimientos exigente: el Tesoro enfrenta compromisos por más de US$ 25 mil millones hasta fin de año, con picos en junio (letras intransferibles) y julio (bonos Globales y Bonares). Frente a este escenario, el viernes 11 de abril se anunció el lanzamiento de la fase III del programa económico. Esta nueva etapa se apoya en tres pilares: un régimen de flotación con bandas, fortalecimiento de reservas con financiamiento externo, y un esquema monetario contractivo. El régimen cambiario establece una banda entre $ 1.000 y $ 1.400, con deslizamiento mensual del 1% y sin esterilización de operaciones. Además, se eliminan el dólar blend y el cepo para personas humanas, y se flexibiliza el acceso a divisas para importaciones y distribución de dividendos.
El esquema se refuerza con un nuevo acuerdo con el FMI por US$ 20 mil millones, de los cuales US$ 15 mil constituyen desembolsos de libre disponibilidad en 2025. A esto se suman posibles desembolsos de organismos multilaterales por US$ 6.100 millones, la ampliación de un repo bancario por US$ 2 mil millones, y la extensión del tramo activado del swap con China por otros US$ 5 mil millones. Estas fuentes buscan robustecer el respaldo externo del programa en un contexto de mayor liberalización cambiaria.
En lo monetario, se ratifica la decisión de no financiar al Tesoro ni emitir para remunerar pasivos del BCRA. El nuevo enfoque se orienta al control estricto de los agregados monetarios, con énfasis en M2. Se ajustan los encajes bancarios para absorber excedentes de liquidez, mientras se mantiene un sesgo contractivo con el objetivo de consolidar el ancla nominal del programa. La meta acordada con el FMI es desafiante: acumular US$ 9 mil millones de reservas netas hasta diciembre, excluyendo desembolsos del propio Fondo y de otros organismos.
Pese a la narrativa de orden que busca instalarse, persisten dudas sobre la sostenibilidad del nuevo esquema. La proyección de la inflación mensual continúa por encima del 5% para los próximos meses, impulsada por aumentos en tarifas, alquileres y alimentos vinculados al tipo de cambio. El consumo se retrae, el crédito en pesos se desploma y la actividad económica comienza a mostrar señales de desaceleración más marcadas, con despidos incipientes en sectores ligados al mercado interno.
Desde el frente financiero, se anticipa una mayor volatilidad: mientras los activos locales podrían mostrar reacciones positivas de corto plazo ante la expectativa de apertura, también se prevé un eventual aumento de la tasa de política monetaria cuando pasen los vencimientos clave del Tesoro. La evolución del tipo de cambio oficial –que parte de $ 1.250– podría derivar en una apreciación real si el crawling peg se mantiene por debajo de la inflación, afectando la competitividad externa.
El plano político e institucional tampoco ofrece alivio. El Gobierno apuesta a avanzar con reformas estructurales de alto impacto: régimen previsional, reforma laboral y redefinición de la coparticipación. Estos proyectos prometen una fuerte resistencia legislativa y un aumento de la conflictividad con las provincias. A esto se suma la presión social generada por la licuación de ingresos, en especial jubilaciones y programas sociales, en un contexto de fuerte caída del poder adquisitivo.
El equilibrio fiscal, sostenido hasta ahora, también enfrenta riesgos. Aunque el Ejecutivo ratificó su compromiso con el superávit primario –incluso anticipando un ajuste adicional del 0,5% del PBI basado en subas de tarifas–, la contracción del consumo y el enfriamiento de la actividad podrían impactar negativamente en la recaudación. La sostenibilidad fiscal depende cada vez más de la contención de los subsidios y de evitar nuevas presiones de gasto.
En el plano externo, la situación se complica con señales de menor demanda de Brasil y China, y por la reciente imposición de aranceles estadounidenses a productos argentinos. Estos elementos, sumados a las metas de acumulación de reservas, configuran un escenario vulnerable para los próximos meses.
Así, el lanzamiento de la fase III representa una apuesta ambiciosa para estabilizar el frente cambiario y monetario, pero enfrenta desafíos significativos en términos económicos, sociales y políticos. El éxito del esquema dependerá de su capacidad para anclar expectativas, recomponer reservas y gestionar los múltiples frentes de tensión abiertos. En definitiva, se avanza en una narrativa de orden con márgenes de maniobra cada vez más estrechos, en un contexto donde los riesgos siguen latentes.
*Economista, exsecretario de Finanzas de la Nación e integrante del Frente Renovador.